martes, 9 de marzo de 2010

NOTA PUBLICADA EN NEWSWEEK

Lágrimas en Machu Pichu




LINK: http://www.elargentino.com/nota-76122-Lagrimas-en-Machu-Pichu.html

Por Michelle Wejcman
Lágrimas en Machu Pichu
03-02-2010 /

Tardé dos días en poder escribir algo sobre lo ocurrido, no sin antes derramar unas cuantas lágrimas sobre el anotador, aquel que casi dejo en el hostel de Cusco, pero decidí llevar conmigo al Camino del Inca y que terminó donando sus hojas para constatar en ellas las listas de turistas, guías y porteadores varados en Machu Pichu tras las lluvias que inundaron todo la zona. Emprendí el camino el 23 de enero junto a otros 12 argentinos que soñaban, como yo, con conocer la magia de los Incas. Ninguno se imaginaba que el Machu Pichu ansiado no provocaría absolutamente nada en nosotros, más que ganas de volver a casa.



Los dos primeros días pasaron tal como lo había imaginado. Paisajes alucinantes admirados entre la falta de aire, el cansancio y algunas nauseas. El tercer día, me habían contado, es el más lindo, el más largo y el más tranquilo. Con esa ilusión caminé cada paso, sacando fotos y cantando con mi grupo. Durante la tarde recibimos la noticia de la inundación, que luego me enteraría que para ese entonces ya era una noticia vieja. Esa noche nuestro guía nos tranquilizó, dijo que en la montaña estábamos a salvo. Me fui a dormir a las 22. Llovía, pero no importaba. Fue la única noche que pude dormir profundamente, luego de coser la carpa para que no entrara agua. Un ruido me despertó. Le siguieron dos gritos de mujer. Me senté en la carpa y escuché que “todo estaba bien”, que sólo se había caído una carpa. “Qué exageradas”, pensé, y seguí durmiendo. Dos horas más tarde los porteadores nos despertaron: esta vez, sin el mate de coca que suelen acercar a las carpas.

Algo había pasado. Discutí con mi novio porque no alumbrara donde yo necesitaba, o porque no encontraba una remera. Salimos. A los pocos metros, descubrimos que el lugar donde estaba nuestra carpa comedor, donde también dormían nuestros porteadores, se había derrumbado. Las caras de pánico se apoderaron de todos. Fui al baño con amigas de mi grupo y al salir, una chica nos contó lo ocurrido: “Hubo un derrumbe y las piedras derribaron tres carpas de mi campamento. Hay chicos heridos y una chica no lo logró”. “No lo logró”, dijo. Alguien comentó que se llamaba Lucía. Ramalló Sarlo era su apellido, me enteré después.

Quedé paralizada. Descompuesta, mareada. Nos abrazamos entre todos. Los guías trataban de tranquilizarnos pero se les notaba el miedo a ellos también. Una amiga me invitó a rezar, y yo, poco creyente, acepté. Debíamos caminar casi dos horas, por un camino en peligro de derrumbe, hasta llegar a la Puerta del Sol, donde estaríamos a salvo. Era el camino más seguro pero otra vez, una piedra se llevó otra vida. La de un guía, un verdadero héroe que recibió el golpe para salvar a una turista. No pude entenderlo: mi cabeza no quiso enterarse y seguí caminando.

La Puerta del Sol, la entrada a la ciudad sagrada de los Incas, abrió la puerta a las lágrimas. Hubo alguna que otra foto con caras de horror. Desde allí veíamos Machu Pichu, pero sólo queríamos salir. Tras un intento de paseo por el santuario que para mí sólo significaba más y más piedras asesinas, nos quedarnos en la terraza del hotel Sanctuary Lodge: nuestro refugio durante tres días. Éramos unos 700.

Comprobé que es verdad que en situaciones extremas es donde sale lo peor y lo mejor de las personas. Esa convivencia forzada tuvo de todo: solidaridad y compañerismo, chistes inoportunos e irrespetuosos, robos de shampoo y comentarios superficiales. Algunos quisieron ser los primeros en anotarse en las listas y repetir la comida. Otros se servían sólo lo que iban a comer. También son claras las diferentes reacciones. Están los fuertes, los que toman decisiones y sirven de sostén al grupo; los que hacen de todo un chiste y viven “como si nada”; y los que no podemos, los que necesitamos llorar lo ocurrido para seguir. Pero lo superamos. Nos unimos. Pudimos organizarnos: no nos quedaba otra.

Ese primer día que pasamos en el Sanctuary Lodge, sólo se escuchaban llantos, preguntas, dudas. A medida que pasaron las horas, ya más tranquilos y con la seguridad de un techo y comida caliente, las cartas y los juegos ayudaron a pasar el tiempo. Pero a cada rato volvía el tema: “¿Por qué no hay un médico que acompañe a los grupos?”; “No es necesario, si nunca pasó nada. El médico se hubiera pasado años sin trabajar”. “¿Culpamos a la empresa?”. “No son responsables, nadie podía prever algo así”. Es cierto, nadie se lo esperaba, pero el 23, día en que iniciamos la travesía, Cusco amaneció inundada. En el micro, yendo a Ollaytantambo, desde donde arranca el recorrido, los guías miraban al río Urubamba asombrados: nunca lo habían visto así de furioso. El 24 ya no funcionaban los trenes. Nosotros seguíamos, sin saber nada. “Haku haku” -“vamos, vamos”, en quechua- nos gritábamos entre nosotros.

“La Pacha Mama se lleva vidas humanas como sacrificio. Ella nos da, le damos y luego nos devuelve”, dijo mí guía, minutos después de que su amigo dejara su vida en la montaña. En medio de la lluvia feroz y la tragedia, el sol se abrió entre las nubes. Llegaron os micros y los helicópteros y dejamos de ser refugiados.

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